Existen muchos cuentos de camino en mi pueblo, por eso es que lo que sigue
puede ser otro del tipo ¨al cerrar la puerta de la habitación esta se queda sin
luz¨.
Un viejo conocido, a quien quise
mucho, decía que somos buenos para hacer amistades instantáneas y luego
lanzarnos a la poca profundidad de un mar de tonterías que nos hace simpáticos
al mundo, pero somos otra cosa, o algo más, básicamente la bondad nos arropa y
si no estamos armados y pasados de palos seremos gente más o menos normal.
El detalle se presenta en mi caso
cuando el tiempo pasa y no avanza, secuestrado como estoy de mi propia
incapacidad para salir adelante y de mis ganas de tener un país que nos cobije
a todos. Debido a lo anterior, debo contar un par de detalles antes de partir,
si sobrevivo, desde ese grupo multicolor de miles de piezas que en nuestro caso
hacen aeropuerto, o más bien una obra cinética que sirve de antesala de.
Para nadie es un misterio que por
nuestra forma de ver lo que por estos lares llamamos vida, estamos rodeados por
los bandidos, quienes, si se les ve bien, son más bien hermanos atrapados en un
discurso intergaláctico, ajeno por efecto al ser humano y más cercano a
Francisco, ergo imposible, manipulador y garante de réditos si lo usamos con la
cara dura.
Es el caso que, el agotamiento me
llevó, de la mano de una batalla que he tratado de esquivar desde hace mucho
tiempo, a firmar un compromiso por la libertad, ahora que esta cerquita y para
ello me incorporé a un grupo vecinal que tenía entre sus planes inmediatos
recorrer 17 kilómetros hasta unos de los puntos de concentración de una marcha
que a mí se me antojaba insurgente.
La reunión estuvo plagada de
lugares comunes que nos situaban en los tiempos cuando huíamos de los
dinosaurios y aun no habíamos descubierto que el fuego podíamos iniciarlo al
chocar un par de rocas, pero como había roncito y limón pude transitar el
camino sin que se me acatarrarán las gónadas, hasta que, luego de ser evaluado
físicamente quedé en un equipo de marchantes en primera línea para la batalla,
que si lo vemos como es, pues es, carne de cañón.
Miedo en ese momento no me dio y
al no reaccionar como corresponde fui tomado por valiente, ajeno a futuro, lo
que puedo explicar ya que la vida me la había bebido hasta agotarla y por tanto
era algo así como un desahuciado, alguien capaz de respirar bajo el agua porque
había recibido de los demás demasiado y por efecto era tiempo de comenzar a
compensar del brazo de aquel error de conjunción que habla de pagar de vuelta.
Pero antes de irme a liberar a la
patria debía hacer una penúltima gestión, en el entendido que era posible que
no regresara.
El padre de mi otro amigo había
muerto el 12 de octubre del año pasado y por razones que no vienen el caso
porque me dejarían mal parado, no le di el pésame personalmente, lo hice con
una llamada lamentable al oírse al fondo el choque de vasos y el crepitar de
las brasas.
Lo que me movía hacerlo ahora era
aprovechar la visita para que, entre pasos llevados por una conversación cuya
argumentación no sentiría (aquí entre nos, la muerte del viejo no me afectó ni
un ápice), recorrer las áreas de la casa
hasta la librería, cuya saturación de espacios de parte de una colección de
géneros literarios, desde que recuerdo me hacia la boca agua.
La única vez que tuve el
privilegio de verla fue hace unos años al escabullirme como en películas
buscando el baño, en una reunión donde no me invitaron de manera directa, más
bien aproveché la cercanía que tenía con mi amigo para disfrutar de buena
comida y bebida a cambio de mi mal comportamiento. Hay familias que disfrutan
tener a la mano a una oveja negra para lucirla de cuando en vez, mayormente
para demostrar caridad cristiana y a mí el papel me caía a la medida.
Pues bien, en esa oportunidad
pasé varios minutos observando sin atreverme a tocar ninguno de los miles de
títulos que se agrupaban sin orden (salvo los que desarrollaban estudios
jurídicos, colocados con ánimo de privilegio).
Esta vez, al llegar a la casa vi
su deterioro, el polvo se acumulaba sobre las áreas que mi amigo había adaptado
para que su familia hiciera vida social y con ello prevenir en algo los efectos
de la inseguridad.
Una sombra encorvada me esperaba
en la antesala, los restos de mi amigo tenían en sus manos una cerveza a medio
llenar que se veía, por el calor en lo externo de la botella, el ánimo de
beberla a sorbitos para estirarla hasta no más.
Como muchos aquí, estoy negado a
reconocer la anormal disminución de peso del prójimo, por hambre maldita sea,
pero como debía controlar a que la arrechera me llevara a una subida de tensión
sin vuelta atrás, decidí liberar a lo
que soy, un belcebú mezclado con arlequín como supongo que cuenta la canción de
Queen.
Le tendí la mano, me respondió
con un abrazo, le pedí el baño para iniciar el baile que ya conté. Al llegar de
vuelta a la biblioteca, devastada por haber vendido sus títulos más valiosos a
cambio de un par de cobres para después negociar a precios imposibles harina de
maíz y azúcar, volví a abrazar los huesos de mi amigo (ahora si con amor), le
di un par de besos y lo vi a sus a sus ojos vidriosos y ausentes de vida, sin
su hijo a quien perdió por la falta de medicinas para atender con insulina la
falta de, sin su mujer que se cansó de padecer sin recibir consuelo, y quise
darle algo de mi grasa, pero como eso es imposible acepté marchar en primera
fila, no sin antes tomar de entre docenas de libros a La Piedra que era
Cristo, de Miguel Otero Silva, porque muestra el rendirse a la verdad aun
siendo no creyente pero actuando como sí fuese.