Sunday, July 25, 2021

Alcayatas en verano.

Para muchos, el del 20 fue un verano para el olvido. Nos agarró con el pie cambiado y con ganas de salir a la calle sin importar que al hacerlo sembrábamos la muerte de quienes, por razones de edad, no merecían terminar sus días sin aire. El mejor verano es el actual o por razones de memoria el anterior y de este último haré una referencia distópica.

El año pasado además del calor, la calle estaba saturada de rostros a medio camino intentando aprovechar las horas de libertad guardando distancia. Se suspendieron los abrazos, los besos quedaron al vuelo bloqueados por, en su mayoría, una capa azul que nos esparcía el acné y nos llevaba a respirar nuestras miserias reciclando el gas atrapado en tela sintética.

Fuimos amables y comenzamos a extrañar a quienes nos tenían hartos al combinar nuestras manías con sus mañas porque en justicia y por historia los apreciamos. Quedé maravillado por la sublime belleza de la mirada femenina.

Las orejas se transformaron en alcayatas de una hamaca que se hizo obligatoria con tardanza. Los malos aprovecharon el tiempo para burlar la justicia, pero espero que el tiempo del señor sea perfecto. Los moralistas se excedían, la Iglesia guardó prudente distancia doctrinaria para acoger a las víctimas, la ayuda mutua tomó el control de las horas de salida mientras nuestros representantes hicieron de la deriva un modo de hacer política.  

Según reportes del norte, se adelantó varias horas disfrutar de la primera fría y siempre en casa y el mundo comenzó a sanar porque nos vimos forzados a darle una tregua. Disminuyó la revisión ideológica del pensamiento. Las aguas y el cielo se hicieron visibles, el ruido de las chicharras ya no combatía a las máquinas y el andar se transformó en una experiencia liberadora, más si se tenían mascotas.

La ciencia se abocó a inventar, aunque el despistaje del virus se impuso más que la cura. No miramos por los viejos, los discapacitados y no elaboramos protocolos para quienes deben usar lentes (basta de llamarles gafas porque a las damas ni con el pétalo de una rosa), pero el mundo respiró mientras nos ahogábamos.   

Perdimos la amistad de quienes debíamos perderla, el miedo nos hizo lo que somos, seres desvalidos que únicamente sobreviven arrasando el entorno. Los mares y sus habitantes dejaron de ser atacados, nos embarcamos en proyectos comprometidos, pensamos en otra economía, dejamos de construir mamotretos y los gobiernos fallidos acomodaron sus piezas para impedir hacer lo que deben aparentando cuidarnos. Se dibujaron trazos de una economía solidaria, el nuevo diluvio universal sentó las veces para mirarnos como iguales y debo reconocer que me convencí que la meta luego del verano, del otoño y de los tiempos que vendrán era la construcción de un entorno amable para todos los seres que convivimos por estos bares, obligándonos a ser mejores sin intentar el atajo que centraría el esfuerzo en conseguir estar como antes del confinamiento.

La piedra sigue sin cambiar de lugar y todos en fila esperamos tropezar con ella por sopotocienta vez, como si de un imán se tratara. Entre dos opciones no excluyentes y salvables racionalmente (mejorar y cambiar) ejercimos nuestro derecho a no elegir ninguna. No había manera de precisar que bajaríamos la guardia cuando el bicho sigue su progresión de alfabeto griego. Por eso, por haber perdido la oportunidad pensando que se podía, pero rodeado de esperanza que duró más de noventa días, el verano anterior fue el mejor de mi vida.

Sunday, March 14, 2021

Igualita:

Desde un punto de vista ajeno pero familiar, me propongo fallar en reducir en pocas palabras el recuerdo de una vida que sin quererlo influye en el futuro de quien no tuvo el gusto de conocerla.

El destino algunas veces comienza de manera tardía cuando en uno de sus giros te manda a una tierra donde recibes cobijo, aunque no puedas comunicarte con sus nacionales, expulsado desde un puerto que no permite víctimas sino objetivos de guerra.

La historia comienza con un inocente ¿Damos una vuelta? Entendiéndose lo anterior en dar un paseo caminando entre las vetas que deja el estudio de la filosofía en primero de bachillerato.

Por el camino se entrecruzan cuentos de hace 74 años cuando el mundo se dedicaba a destruirse forzando la salida por mar y luego de jornadas imposibles llegar a un país donde recibieron a la dama y su familia en medio de calor y sopa de alubias negras.

Ahora, a partir de un lugar lejano que contiene cuadros de anécdotas, se reducen varias vidas convirtiéndolas en la mejor galería.

La cultura es lo adquirido en un contexto social. Son los vestuarios, los idiomas y gestos, pero para que algo deje huella y no quede ahogado en la arena en límite con el mar, debe hacerse sentimiento.

Lo más innovador que puede hacer alguien es atraer alegría cuando ésta por razones de distancia no se acompaña con cariños maternos. En tiempos de preocupaciones amorosas debemos dejar de conquistar batallas para recordar la celebración de haber estado juntos.

Vivir una buena vida después de tener el mundo en contra es la certeza, aun teniendo la ironía como apellido y llevar el dolor como una capa de tristeza en los ojos que hace honor a quien ya no está.

Mi pionera ya no es visible, reposa entre sol abrazador, no voy a mencionarla por su nombre porque el boceto en este escrito la define y ella sabe que es así.

Su mensaje prevalece, la sonrisa debe reinar para permitir el encuentro en otra vida de personas que ya no se observan.

Friday, January 22, 2021

Esperanza aguamarina:

El reto no es fácil, poner en palabras el profundo respeto que siento por mi maestra preferida navegando por las deudas de cariños y atenciones que tengo con ella, pero vamos a por ello.

Como antesala debo explicar que los maestros en mi infancia eran tratados por sus alumnos con el respeto exigido en casa (algo que aún conservo con los mayores). Sus palabras en clase formaban oraciones cortas que revelaban instrucciones claras donde la democracia brillaba por su ausencia y si alguna duda cabía en el cumplimiento de la orden ésta se resolvía con una apertura exagerada de ojos que la disipaba enseguida.

Los primeros recuerdos que tengo de mi maestra preferida, en su labor docente, vienen de una época en que los niños eran niños, debían respetar el espacio de los adultos y no formaban parte de ningún comité para decidir el rumbo familiar.

La técnica que con ella cuajó en mis incipientes años de escuela se basaba en valorar mis aciertos de manera más bien distante, como si fuesen algo natural pero mis errores los atendía con cariño formando corrección y muchos de ellos los dejaba pasar, al menos una vez.

Ya cerca de terminar la educación primaria mi maestra jugaba un triple rol, además de atender a otros alumnos muy parecidos a mí, pero de menor edad, hacía labor social en la escuela y fungía de madre sustituta, por algunas horas, de compañeros de clase.

Fueron tiempos de rectitud necesaria y durante los doce años que estuve en el colegio mi maestra estuvo involucrada usando herramientas que permitían el ajuste del volante cuando desviaba el camino (con una frecuencia que indicaba un futuro incierto para mi) y que se reforzaban con miradas de reproche que eran suficientes para entender el mensaje y volver al ruedo en correcta formación.

Para la época que me gradué de bachiller, mi maestra además fue Directora de la Sociedad Educativa por lo que tuve el honor de recibir el Diploma de sus manos, de sus besos y sus abrazos.

Gracias a ella pude sortear la falta de cupo en la universidad, cuando tuve que regresar a casa con el rabo entre las piernas. Me recibió con amor, dejó que justificara mis fallas y 24 horas después me llevó a la Universidad donde finalmente hice el grado, para una entrevista con el Decano de la Facultad de Derecho quien se rindió ante su personalidad tramitando de forma inmediata mi admisión.

Y eso no es todo, además de aprobarle  la idea que  huir de los extremos en busca de equilibrio debía ser norma (que no ubiqué por esos días pero estuve cerca de), me ayudó con mi primer trabajo formal y pare usted de contar todo lo que ella ha hecho por mí y por otros, pero,  debo frenar el intento de recopilar lo  recibido en tantos años porque desde hace un tiempo para acá comenzó a darle clases de matemáticas a mi hija, sin querer nada a cambio, es más, una de las veces, intentando ser cortés, entorpecí una clase para preguntarle si quería un café, su reacción habla de lo astrales que son los docentes; levantó su mirada, se quitó los anteojos de ver de cerca, miró a mi hija con la señal inequívoca que la interrupción no solo era falta de educación sino de criterio y condensó en tres palabras lo que plantea el inicio del proceso evolutivo de la humanidad desde que los habitantes de este mundo comenzaron a valorar el guardar la experiencia para transmitirla de generación en generación.

-          Estoy dando clase.

Por supuesto, mi hija no solo aprobó el curso, sino que comenzó una labor que mantiene hasta la fecha, ayuda a sus compañeros usando la premisa aprendida de la ahora maestra de ella.

-          Debes saber que tanto entendieron tus compañeros en las clases de matemáticas como si nunca hubieses escuchado nada de la materia, es decir, intenta que ellos te den clase a ti.

Así, bajo esa dinámica de docencia recíproca no hay manera que la fórmula falle.

Mi maestra ha estado conmigo desde siempre y no exclusivamente en labores de orientación sino como parte fundamental de este desorden impredecible que es mi vida.

Desde hace un par de años la distancia me obliga a limitar el contacto con ella a una vez por semana, específicamente los jueves a las 10 de la mañana y de la mano del bendito teléfono móvil nos paseamos por una ceremonia de medias verdades a sabiendas que ambos no estamos bien y nos echamos en falta. He visto la progresión de su imagen por fotografías que me llegan donde se dibuja el paso de los días de una manera digna, sus cabellos ahora blancos certifican su estirpe noble, las arrugas en su rostro le dan 15 años menos, sus ojos conservan un resplandor que sugiere que aún la memoria está disponible, pero el aura que la acompaña es gris, por tanto, sus alumnos debemos hacer lo indecible para que recupere la tonalidad aguamarina, que según cuentan, es el color con que se reconoce a la esperanza.

Y cómo todo maestro que se precie, a sus 82 años está abandonada, sin reconocimiento por sus años de servicio pero con la llama docente intacta, en contacto con pocos alumnos que la ven como una segunda madre quienes escarban en su árbol genealógico buscando una rama distante que la conecte con ella y allí es donde gano la batalla porque aún soy su discípulo y no debo hurgar líneas en ningún cuadro descriptivo de parentesco para abordar una relación que tengo en forma directa, porque la mejor maestra que he tenido y tengo es mi madre.  

Monday, January 04, 2021

El silencio del niño Jesús:

Estoy  en  una  ciudad  donde  la cerveza  se  sirve  sin  recargo  con una tapa de tortilla y las palomas en invierno entran a picar las sobras que dejamos a nuestros pies y aun así extraño mi tierra azotada por la miseria en todas sus variantes. 

Pero resulta que no extrañar y hablar de ello es extrañar por medida doble y no extrañar y no hablar de ello hasta el punto de negarlo es quebrarte la vida a base de nostalgia, por tanto, lo mejor es extrañar porque eso si se puede mantener en reserva.  

Así pues, en estas navidades me dispuse a extrañar y distraer el tiempo de fuego bajo de la hechura del guiso de nuestro plato típico para meditar sobre la certeza que la vía que permita el regreso pasa por perseguir a los malos hasta atraparlos porque ellos sí tienen un plan que ejecutan con seriedad. 

Lo anterior era en esencia la base del cuento de navidad que pensaba escribir para que nadie leyera hasta que, más obligado que a gusto, fui a una de las reuniones de más de seis personas permitidas por la comunidad donde hago vecindad. Allí escuché una historia hermosa, trillada y tremendamente ajena a la realidad, pero con un mensaje importante para los no creyentes y que justifica porque Dios nos tiene al margen o al menos ha dejado de entendernos desde que su unigénito vino al mundo, se fue, regresó, se volvió a ir y entiendo que no tiene planes de vuelta como adulto hasta el juicio final. 

El relato se comprime hasta ajustar el tránsito de los hechos desde la adoración del Rey Sol, la lectura con pelos y señales del árbol genealógico de la Casa de David, hasta el nacimiento de El Salvador del vientre de una dama Virgen que no fue repudiada en un lugar perdido del mundo y rodeado de pobreza. 

El creador del cielo y la tierra, quien había intentado de todo para formarnos y ante la disyuntiva de seguir destruyendo pueblos y castigando a diestra y siniestra a sus seres consentidos, decidió mandar a la tierra, buscando entendernos luego del desliz del voto de confianza entregado con el libre albedrío, a su hijo que era él mismo (supongo que una parte de) y lo hizo y allí está el meollo, cómo primogénito de María.

Ese niño quien partió la historia en un antes y después, fue autor del primer discurso político, humano y esperanzador usando una figura literaria de repetición que hizo digerible el contenido por su fácil recordación, cuyo punto de partida, luego de ver a las multitudes y subir al monte, creo recordar fue ¨bienaventurados los pobres¨ y de allí sálvense todos los miserables, parias y poca cosa, grupo por cierto al que pertenezco con honores de guerra. 

El detalle que revela la ausencia de respuesta ante nuestras plegarias es que cada 25 de diciembre nace El Mesías, pero al llegar tiene todas las carencias que lo ubican como uno de nosotros y por ello lo hace con el mensaje anulado porque no puede hablar al no saber cómo hacerlo. 

Con todas las respuestas en su cabeza para hacernos mejores personas está condenado a aprender a expresarse y cuando está a punto de balbucear algo maravilloso y liberador, debe desaparecer de la mano de nosotros, por nosotros y para nosotros, sin poder continuar el camino que lleva a la madurez para renacer en navidad como parte de un bucle que se repetirá hasta que ordenemos la casa.

Por vida de Dios, ya es tiempo de dejarle vivir para atenderlo de otra manera, permitir que desarrolle su mensaje y adquiera actualidad, hacerlo norma de vida, aunque no seamos creyentes porque como dijo un amigo la respuesta no está en idolatrar, flagelarnos y ser parte de una ceremonia antiquísima que insiste en ¨haced esto en conmemoración mía¨ derogando su pedagogía, debemos actuar como si creyésemos y así, al conversar con el silencio, seguir celebrando el cumpleaños más importante del mundo occidental y escuchar lo que tiene atragantado hace un par de milenios el  niño Jesús.   

Sunday, October 18, 2020

Las Marías:

En el interior de la posada la virgen de Covadonga y la virgen de Coromoto se hacen compañía, pero quien ejerce señorío territorial es la segunda. Quizá por eso se llama Hacienda Las Marías, una parranda de hectáreas que son aprovechadas parcialmente para la siembra de café ibérico, cacao del tipo nigeriano y la joya de la corona, unas docenas de matas de cacao tipo Chuao que en tiempos de Pepe Bonaparte hacían las delicias de la corte. 

Para llegar al centro neurálgico, Juan nos recibe en un restaurante germánico donde se disfruta parcialmente la hermosa vista de la única colonia alemana que sobrevive en Latinoamérica donde es bueno visitarla para comer salchichas a la parrilla, codillo al horno y de postre fresas con crema o selva negra. Desde allí, medio abrigados, pasados por el aseo y listos para la segunda parte del viaje, nos encaramamos en un furgón de doble tracción para embarcarnos hacia el monumento Codazzi y de allí comenzar el tránsito de bajadas hacia el imperio de Juan y Vive. Y se preguntarán, cómo puede evadirse la inseguridad y la violencia a metros de donde se generan, pues, sorteando caminos mal asfaltados hasta llegar a una carretera de tierra donde se debe transitar a poca velocidad y a Dios rogando. Los delincuentes nos dejan pasar gracias al salvoconducto de hecho extendido al simpático asturiano quien hace labor social en los pequeños caseríos que se encuentran dentro de los límites de su propiedad, entendiendo que la licencia se renueva trimestralmente manteniendo la promesa, que seguro cumplirá cuando lleguen tiempos mejores, de reconstruir la escuelita, dotarla de internet y mejorar las instalaciones del puesto policial. 

La posada ubicada estratégicamente como si se tratase de un ojo nadando dentro de un triángulo, nos recibe con un portón antiquísimo sobre cuyo soportal de cemento tratado a mano ondean hermanadas la bandera de mi pueblo, la de Asturias y la de España. Juan lo explica muy bien, es venezolano de España, nacido en Asturias y a mucha honra. Al ingresar vemos como la locura de los emprendedores no tiene límite y más cuando se proyectan iniciativas imposibles de cumplir en un siglo, pero cada paso en el camino deja huella que habla bien del buen gusto y la tenacidad de sus dueños. 

Hablar de las habitaciones, las estancias, el zaguán, la zona especialmente situada para cocinar a la brasa, las neveras colocadas equidistantes para que entre ellas las cervezas heladas que reposan en sus entrañas no estén separadas por una distancia superior a once metros, de eso, claro, para el huésped es alucinante, una especie de palacete indiano en la mitad de ninguna parte. A mi me llamó la atención el ingenio que permite surtir de electricidad a la casa por medios hidroeléctricos, una máquina de principios del siglo XX que permite a su vez alimentar con energía a un artefacto de secado de café de la misma época que nos llena de orgullo al dejar constancia que alguna vez por estos bares fuimos gente. 

La posada está custodiada por agua, riachuelos que bajan de la montaña trayendo entre sus cauces agua pura y fría colmando el ambiente de un arrullo permanente que nos hace olvidar que a menos de 5 kilómetros, escondidas entre matorrales y mal dotadas, se encuentran varias casuchas que sirven para esconder a secuestrados. 

A las 6 de la mañana del siguiente día me espera un café colado y con peque salgo a recorrer los linderos del parador empezando por cruzar un pequeño arroyo que da entrada a una serie de mesetas conectadas en zetas hasta llegar a la cumbre. Cuando mi compañera estaba más pequeña y me preguntaba por el nombre de las plantas que nos encontrábamos en el camino le comentaba que eran una sucesión interminable de cafetos, cacaos, bucares y otros nombres que inventaba siguiendo la pauta de medicamentos que terminaban en x, así habían oxirix, safex y andyx, que seguramente no daban frutos por ser inventados. Al llegar a la cumbre podíamos observar el vasto imperio que era regentando desde la posada y sin duda era un paisaje que llama a volver. Luego de verificar que la manguera para llevar agua a los sembradíos había sido de nuevo cortada por los invasores habituales, comenzábamos el descenso de flores desde un terreno que fue aplanado para servir de helipuerto. El agua nos guiaba hasta las escaleras que daban a la parte de atrás de la cocina donde me esperaba más café para luego dirigirme hasta la oficina del dueño colmada de fotos que dejan constancia de su gloria deportiva, Juan aún después de 30 años sigue siendo el máximo goleador de la categoría que está un paso atrás de la segunda B. 

El verdor de la zona es tan intenso que duele, el aroma de café, cacao, leña de cafeto ardiendo acompañan nuestros baños en el rio para luego de estar cerca de morir por hipotermia, ingresar en el complejo y seguir disfrutando de una piscina colmada de atenciones de tan hermoso matrimonio. Yo llamaba a la hacienda el paraíso de las despedidas. Allí pasaron sus últimos días en el país él Le y el borrachito con sus familias y allí también, sin saberlo, aunque Juan lo presentía, me despedí de mi tierra expulsado por la maldad, que ahora hace vida en la cabeza del loquito de Aíren con quien ya no hay forma de mantener sociedad. Espero con ansias que el destino comience a girar contrario a las agujas del reloj y así volver a las Marías estrenando su nueva razón social, la Hacienda del regreso.

Friday, August 07, 2020

Verano oriental:

Después de despedir a nuestros entristecidos perros, dejándolos al cuidado de Chachi, quienes intuían desde hace días que había un viaje en puertas, me dejaba vencer por la tentación de llenar un termo de buen café antes de tomar camino, sabiendo que por efecto de su ingesta mientras conducía, la primera parada debía hacerla unos kilómetros antes de la planificada únicamente para vaciar aguas menores.

Viajar hacia el oriente a primeras horas del día nos sumerge en el verdor de la cordillera central bañada de luz solar que se cuela entre túneles vegetales.  La temperatura aumenta a medida que bajamos; la ciudad donde se origina el viaje está en medio de un valle a una altura aproximada de 1.000 metros sobre el nivel del mar y el lugar donde haremos la conexión con el ferry se encuentra a un par de centenas de kilómetros y como dicta la lógica no es necesario comentar que se encuentra a nivel del mar. El recorrido atraviesa parte del distrito federal, para luego internarnos en una comunidad bulliciosa, con alta concentración de población que forma un cinturón de miseria mientras más cerca está de la capital, hasta llevarnos de paseo por pueblos de artesanos que se resisten a ser solo estadística de pobreza.   

La costa en ese territorio es más bien turbulenta, de arena gruesa y agua tibia, surcada de edificaciones cuyo abandono progresivo permite determinar, aunque seamos incapaces de asimilarlo, que nuestra debacle tiene tiempo convirtiéndonos en sapos flotando en agua que cada día gana un par de grados de temperatura. Pero eso, si bien me importa, no impide disfrutar del olor de mi tierra diversa y tolerante, de los mangos que pocos recogen, del sonido de aves cuyos cantos se entrecruzan sin aturdir, de flores salvajes de tal belleza que hacen del arcoíris una pobre versión de la paleta de acuarelas y de bodegas que mueren de mengua por no tener que vender salvo una buena cerveza fría.

Recorrer la carretera que bordea el litoral me lleva a una distancia de 38 años vista, cuando siendo muchachos salíamos de clase los viernes y tomábamos un autobús que nos dejaba en San José a eso de las 9 de la noche, para, luego de aliviar el hambre, seguir camino hasta una playa cerca de un club cuyo vigilante nos dejaba usar el baño, único requisito para hacer campamento cerca de su fachada exterior. Siguiendo en el presente probable y estando ya en la segunda parada planeada, estirábamos las piernas, comprábamos zumos y un par de envases de queso cuyo nombre tiene origen en la conjunción de otros dos, Guayana y mano, para luego disfrutar dentro del coche, con el aire acondicionado a todo dar, un pastel de carne que cada vez quedaba mejor.

No entiendo porque no llegaba a procesar que la entrada a la ciudad que convive con la que cobija al puerto del ferry no era sinónimo de haber llegado. Al entrar bajaba la velocidad hasta que el tráfico y el despertar de la memoria me hacía caer en cuenta que si no me daba prisa no sería posible abordar el barco. Gracias al cielo al final lográbamos salvar la tercera etapa del viaje que nos permitía navegar la distancia hasta la isla, en un tiempo aproximado de cuatro horas.

El trayecto tiene su encanto, navegar por aguas tranquilas y azules permite meditar entre delfines con la esperanza de avistar algo que ya es historia, nuestros imponentes cachalotes que el tráfico de barcos con seguridad alejó. Como estamos en tiempo de reacondicionamiento ambiental gracias a confinamientos masivos, espero que los gigantes vuelvan a sus aguas.

Renuncié a beberme un par de frías en el ferry porque la realidad no juega en favor de quienes comienzan, siguen y la reseca toma el control antes de llegar a puerto, por lo que, siguiendo a la madurez de espíritu, que en mi caso siempre combate con la razón, decidí, como parte de una tradición,  aguantar las ganas hasta llegar al bar del pueblo cerca de la casa, que más que un bar era un local en ruinas dominado por  una nevera modelo sesenta, con apariencia de ser de acero, doble compuerta, donde las cervezas se conservaban como culos de foca y lo único desagradable del trámite era si las servía el encargado que vendía de todo tras el refrigerador por lo que para evitar el disgusto las sacaba yo.

La primera se evaporaba en mi garganta y la segunda la disfrutaba en el vehículo ante la mirada de mi esposa que ni condenaba ni transigía. Los últimos kilómetros del viaje eran un suplicio; aunque me lo aseguraban muchas veces, siempre imaginaba que al llegar el aire acondicionado en la casa no funcionaba y pasaríamos doce días entre calor y mosquitos sin hablar de cristo. Por supuesto el aire funcionaba y sin saber cómo porque la mente se ocupaba de acelerar los hechos hasta hacernos flotar en la piscina, cerrábamos la jornada con la satisfacción de haber llegado a salvo.

Recuerdo que algunas veces nos acompañaban familiares que intentaban romper la felicidad por la forma loca cómo aseguramos que la vida nos adeuda, pero todo se salvaba al llegar a la playa, disfrutar de la mejor costa del mundo, beber whiskey escoses con agua de coco, mientras la señora que mejor las hace se dedicaba a freírnos docenas de empanadas rellenas de cazón y ají dulce.

Allí es donde quiero retirarme, y pasar un verano eterno. Difícil la posibilidad de hacerlo, pues si, ahora estamos ante lides enredadas, pero para tener futuro debemos procurar el rescate de nuestra tierra e intentar ser lo que nunca hemos logrado, personas benditas y agradecidas, dueñas del paraíso y responsables de la complejidad de gestionarlo.

Para cerrar, comento que la cumbre del viaje era lograr al regreso explicarles a nuestros perros las razones de nuestra ausencia, porque entendían que era abandono, por tanto, espero volver pronto para que sepan que no ha sido así. 

Saturday, May 09, 2020

Algo de geometría tiene la vejez


La plaga me ha reducido a ser un adulto mayor con restricciones de movilidad y alejamiento social, es decir, un viejo que no puede ir al bar a beberse una caña y ver el fútbol mientras hablo tonterías. Para aplacar a los demonios que me dieron alcance, intento remediar mi abatimiento proyectando sobre mi presbicia algo de nitidez. El confinamiento tiene entre otras complejidades dos vertientes que me afectan más, cuyo símil matemático en su visualización serían el perímetro de la mente y su área.  En el perímetro palpita, sin solución de continuidad, la obligatoria interacción con mis compañeras de celda, que son tan buenas y pacientes que permiten disfrutar la libertad en espacio reducido y además promueven el contacto vía medios electrónicos con otras personas que me importan para transmitirles un mensaje de aliento, amarrando la certeza a lo etéreo de un final que a su vez será el principio de algo mejor. En otras palabras, al salir de esto, seguramente lo haremos siendo mejores en un ambiente que por efecto será más amable porque dejaremos de lado conductas que destruyen nuestro planeta. Como se puede observar la simpleza permite tener relativamente atados los lados que forman el perímetro al verse reforzados sus vértices con el efecto que da la inconsistencia y/o alternancia de sucesos adversos y benditos. Ahora bien, la situación se complica cuando me sumerjo por aproximadamente cuatro minutos cada vez, varias veces al día, en el área de mi mente porque allí lo que hago es dar patadas a los recuerdos dejándome sin fuerzas, con los sentidos anulados y a las puertas de dejar de vivir por miedo, corrijo, me dejaban sin aliento, porque ahora cuando lo hago navego junto a mis antepasados y amigos, unos con vida y otros no  y al hacerlo vacían en mí, además de amor convertido en oxígeno, algunas instrucciones que al inicio de la jornada siguiente intento que también lo sean para mis compañeras de confinamiento. La mejoría comenzó el día once de encierro durante el intervalo de veintitrés segundos consumidos entre el volver de comprar el pan hasta el someterme al rocío del líquido limpia vidrios (que según dicen reduce el tiempo de vida del virus en los zapatos a unos pocos minutos después del descalzado) cuando me dio por pensar que dejar de vivir y morir no eran sinónimos, siendo que en la práctica efectivamente no lo son. Desde esa coordenada se asoma una difusa reflexión, mientras esté con vida pierdo el derecho a quejarme si aún puedo ir al baño sin ayuda. Cada día, un par de conocidos se suman a la tertulia solo para saludar y así hacerme saber que ya no están.  No es bueno saber que mis amigos han muerto cuando vienen a visitarme en la angustia de mi área, pero lo acepto con gusto a la otra alternativa, imaginarlos depositados sobre una pista de patinaje sobre hielo. Rodeado por los espíritus de mis pares y nones pasamos el rato hablando de dolores y la certeza que siempre van a estar allí, aún después de muertos. Por falta de aminoácidos el cuello ya no gira como antes, por eso entre mi abuelita y sus buñuelos de yuca bañados en miel y mi madre con su biscocho batido a mano, recibía la derivación acústica romboidal de escucharlas en el punto de corte sin ponderar sus afectos, pero eso sí, apreciándolos. No hay duda que con los años la mente se vuelve obesa, lenta, falta de azúcar y allí puede estar la explicación a la demencia que no siempre es mala si persiste una esfera donde se refugie la memoria.  Pensé que con la edad la vida se simplificaba en su ejecución y se complicaba en movilidad, pero no, ahora tengo tiempo para revisarme y por ende pude notar que mis huesos han empezado a buscar salida atravesando los poros, por eso ahora tengo que retirar a diario una capa de calcio que se posa sobre mis pecas. En el área bromeamos comentando que gracias a la cantidad de viejos caídos en combate al fin se hará viable la cuadratura del sistema de pensiones.  Sin conexión con el sentimiento de ausencia al extrañar a los míos me provoca llamar a mi hermana y sacarla un poco más de sus casillas recriminándole la desaparición de una moneda que fue mi isla del tesoro, buscando evitar que se ahogue en la deuda que no se puede pagar, la muerte de alguien a quien amamos y odiamos simétricamente y que por vida de Dios está bajo nuestro cuidado. Perder la razón por vejez tiene la ventaja que gracias a su ausencia todo se vuelve realidad, por eso tengo mayor interés en hablar con los perros que elevar una plegaria.  En un mundo que va para peor sin si quiera poder proyectar las coordenadas de la figura que resultará tras el paso de la pandemia, sin duda el instinto da por inferir que no irá bien para el desecho que somos los viejos, más cuando estamos entrando en la última curva de la elipse que nos sirve de hipódromo. Lamento concluir, pero debo dejarlos porque a los 8 salgo a aplaudir a quienes nos atienden las fallas de salud, que no puedo llamarles sanitarios porque así se conocen en mi pueblo a los baños de los tugurios.