El reto no es fácil, poner en palabras el profundo respeto que siento por mi maestra preferida navegando por las deudas de cariños y atenciones que tengo con ella, pero vamos a por ello.
Como
antesala debo explicar que los maestros en mi infancia eran tratados por sus
alumnos con el respeto exigido en casa (algo que aún conservo con los mayores). Sus palabras en clase formaban
oraciones cortas que revelaban instrucciones claras donde la democracia
brillaba por su ausencia y si alguna duda cabía en el cumplimiento de la orden ésta
se resolvía con una apertura exagerada de ojos que la disipaba enseguida.
Los
primeros recuerdos que tengo de mi maestra preferida, en su labor docente,
vienen de una época en que los niños eran niños, debían respetar el espacio de
los adultos y no formaban parte de ningún comité para decidir el rumbo
familiar.
La
técnica que con ella cuajó en mis incipientes años de escuela se basaba en
valorar mis aciertos de manera más bien distante, como si fuesen algo natural
pero mis errores los atendía con cariño formando corrección y muchos de ellos
los dejaba pasar, al menos una vez.
Ya cerca
de terminar la educación primaria mi maestra jugaba un triple rol, además de
atender a otros alumnos muy parecidos a mí, pero de menor edad, hacía labor
social en la escuela y fungía de madre sustituta, por algunas horas, de
compañeros de clase.
Fueron
tiempos de rectitud necesaria y durante los doce años que estuve en el colegio
mi maestra estuvo involucrada usando herramientas que permitían el ajuste del
volante cuando desviaba el camino (con una frecuencia que indicaba un futuro
incierto para mi) y que se reforzaban con miradas de reproche que eran
suficientes para entender el mensaje y volver al ruedo en correcta formación.
Para la
época que me gradué de bachiller, mi maestra además fue Directora de la
Sociedad Educativa por lo que tuve el honor de recibir el Diploma de sus manos,
de sus besos y sus abrazos.
Gracias a
ella pude sortear la falta de cupo en la universidad, cuando tuve que regresar
a casa con el rabo entre las piernas. Me recibió con amor, dejó que justificara
mis fallas y 24 horas después me llevó a la Universidad donde finalmente hice
el grado, para una entrevista con el Decano de la Facultad de Derecho quien se
rindió ante su personalidad tramitando de forma inmediata mi admisión.
Y eso no
es todo, además de aprobarle la idea que huir de los extremos en
busca de equilibrio debía ser norma (que no ubiqué por esos días pero estuve
cerca de), me ayudó con mi primer trabajo formal y pare usted de contar todo lo
que ella ha hecho por mí y por otros, pero, debo frenar el intento de recopilar lo recibido en tantos años porque desde hace un
tiempo para acá comenzó a darle clases de matemáticas a mi hija, sin querer nada
a cambio, es más, una de las veces, intentando ser cortés, entorpecí una clase
para preguntarle si quería un café, su reacción habla de lo astrales que son
los docentes; levantó su mirada, se quitó los anteojos de ver de cerca, miró a
mi hija con la señal inequívoca que la interrupción no solo era falta de
educación sino de criterio y condensó en tres palabras lo que plantea el inicio
del proceso evolutivo de la humanidad desde que los habitantes de este mundo
comenzaron a valorar el guardar la experiencia para transmitirla de generación
en generación.
-
Estoy
dando clase.
Por
supuesto, mi hija no solo aprobó el curso, sino que comenzó una labor que
mantiene hasta la fecha, ayuda a sus compañeros usando la premisa aprendida de
la ahora maestra de ella.
-
Debes
saber que tanto entendieron tus compañeros en las clases de matemáticas como si
nunca hubieses escuchado nada de la materia, es decir, intenta que ellos te den
clase a ti.
Así, bajo
esa dinámica de docencia recíproca no hay manera que la fórmula falle.
Mi
maestra ha estado conmigo desde siempre y no exclusivamente en labores de
orientación sino como parte fundamental de este desorden impredecible que es mi
vida.
Desde
hace un par de años la distancia me obliga a limitar el contacto con ella a una
vez por semana, específicamente los jueves a las 10 de la mañana y de la mano del
bendito teléfono móvil nos paseamos por una ceremonia de medias verdades a
sabiendas que ambos no estamos bien y nos echamos en falta. He visto la
progresión de su imagen por fotografías que me llegan donde se dibuja el paso
de los días de una manera digna, sus cabellos ahora blancos certifican su estirpe
noble, las arrugas en su rostro le dan 15 años menos, sus ojos conservan un
resplandor que sugiere que aún la memoria está disponible, pero el aura que la
acompaña es gris, por tanto, sus alumnos debemos hacer lo indecible para que
recupere la tonalidad aguamarina, que según cuentan, es el color con que se
reconoce a la esperanza.
Y cómo
todo maestro que se precie, a sus 82 años está abandonada, sin reconocimiento
por sus años de servicio pero con la llama docente intacta, en contacto con pocos
alumnos que la ven como una segunda madre quienes escarban en su árbol
genealógico buscando una rama distante que la conecte con ella y allí es donde
gano la batalla porque aún soy su discípulo y no debo hurgar líneas en ningún cuadro
descriptivo de parentesco para abordar una relación que tengo en forma directa,
porque la mejor maestra que he tenido y tengo es mi madre.
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