Friday, January 22, 2021

Esperanza aguamarina:

El reto no es fácil, poner en palabras el profundo respeto que siento por mi maestra preferida navegando por las deudas de cariños y atenciones que tengo con ella, pero vamos a por ello.

Como antesala debo explicar que los maestros en mi infancia eran tratados por sus alumnos con el respeto exigido en casa (algo que aún conservo con los mayores). Sus palabras en clase formaban oraciones cortas que revelaban instrucciones claras donde la democracia brillaba por su ausencia y si alguna duda cabía en el cumplimiento de la orden ésta se resolvía con una apertura exagerada de ojos que la disipaba enseguida.

Los primeros recuerdos que tengo de mi maestra preferida, en su labor docente, vienen de una época en que los niños eran niños, debían respetar el espacio de los adultos y no formaban parte de ningún comité para decidir el rumbo familiar.

La técnica que con ella cuajó en mis incipientes años de escuela se basaba en valorar mis aciertos de manera más bien distante, como si fuesen algo natural pero mis errores los atendía con cariño formando corrección y muchos de ellos los dejaba pasar, al menos una vez.

Ya cerca de terminar la educación primaria mi maestra jugaba un triple rol, además de atender a otros alumnos muy parecidos a mí, pero de menor edad, hacía labor social en la escuela y fungía de madre sustituta, por algunas horas, de compañeros de clase.

Fueron tiempos de rectitud necesaria y durante los doce años que estuve en el colegio mi maestra estuvo involucrada usando herramientas que permitían el ajuste del volante cuando desviaba el camino (con una frecuencia que indicaba un futuro incierto para mi) y que se reforzaban con miradas de reproche que eran suficientes para entender el mensaje y volver al ruedo en correcta formación.

Para la época que me gradué de bachiller, mi maestra además fue Directora de la Sociedad Educativa por lo que tuve el honor de recibir el Diploma de sus manos, de sus besos y sus abrazos.

Gracias a ella pude sortear la falta de cupo en la universidad, cuando tuve que regresar a casa con el rabo entre las piernas. Me recibió con amor, dejó que justificara mis fallas y 24 horas después me llevó a la Universidad donde finalmente hice el grado, para una entrevista con el Decano de la Facultad de Derecho quien se rindió ante su personalidad tramitando de forma inmediata mi admisión.

Y eso no es todo, además de aprobarle  la idea que  huir de los extremos en busca de equilibrio debía ser norma (que no ubiqué por esos días pero estuve cerca de), me ayudó con mi primer trabajo formal y pare usted de contar todo lo que ella ha hecho por mí y por otros, pero,  debo frenar el intento de recopilar lo  recibido en tantos años porque desde hace un tiempo para acá comenzó a darle clases de matemáticas a mi hija, sin querer nada a cambio, es más, una de las veces, intentando ser cortés, entorpecí una clase para preguntarle si quería un café, su reacción habla de lo astrales que son los docentes; levantó su mirada, se quitó los anteojos de ver de cerca, miró a mi hija con la señal inequívoca que la interrupción no solo era falta de educación sino de criterio y condensó en tres palabras lo que plantea el inicio del proceso evolutivo de la humanidad desde que los habitantes de este mundo comenzaron a valorar el guardar la experiencia para transmitirla de generación en generación.

-          Estoy dando clase.

Por supuesto, mi hija no solo aprobó el curso, sino que comenzó una labor que mantiene hasta la fecha, ayuda a sus compañeros usando la premisa aprendida de la ahora maestra de ella.

-          Debes saber que tanto entendieron tus compañeros en las clases de matemáticas como si nunca hubieses escuchado nada de la materia, es decir, intenta que ellos te den clase a ti.

Así, bajo esa dinámica de docencia recíproca no hay manera que la fórmula falle.

Mi maestra ha estado conmigo desde siempre y no exclusivamente en labores de orientación sino como parte fundamental de este desorden impredecible que es mi vida.

Desde hace un par de años la distancia me obliga a limitar el contacto con ella a una vez por semana, específicamente los jueves a las 10 de la mañana y de la mano del bendito teléfono móvil nos paseamos por una ceremonia de medias verdades a sabiendas que ambos no estamos bien y nos echamos en falta. He visto la progresión de su imagen por fotografías que me llegan donde se dibuja el paso de los días de una manera digna, sus cabellos ahora blancos certifican su estirpe noble, las arrugas en su rostro le dan 15 años menos, sus ojos conservan un resplandor que sugiere que aún la memoria está disponible, pero el aura que la acompaña es gris, por tanto, sus alumnos debemos hacer lo indecible para que recupere la tonalidad aguamarina, que según cuentan, es el color con que se reconoce a la esperanza.

Y cómo todo maestro que se precie, a sus 82 años está abandonada, sin reconocimiento por sus años de servicio pero con la llama docente intacta, en contacto con pocos alumnos que la ven como una segunda madre quienes escarban en su árbol genealógico buscando una rama distante que la conecte con ella y allí es donde gano la batalla porque aún soy su discípulo y no debo hurgar líneas en ningún cuadro descriptivo de parentesco para abordar una relación que tengo en forma directa, porque la mejor maestra que he tenido y tengo es mi madre.  

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