Estoy en una ciudad donde la cerveza se sirve sin recargo con una tapa de tortilla y las palomas en invierno entran a picar las sobras que dejamos a nuestros pies y aun así extraño mi tierra azotada por la miseria en todas sus variantes.
Pero resulta que no extrañar y hablar de ello es extrañar por medida
doble y no extrañar y no hablar de ello hasta el punto de negarlo es quebrarte
la vida a base de nostalgia, por tanto, lo mejor es extrañar porque eso si se
puede mantener en reserva.
Así pues, en estas navidades me dispuse a extrañar y distraer el tiempo
de fuego bajo de la hechura del guiso de nuestro plato típico para meditar
sobre la certeza que la vía que permita el regreso pasa por perseguir a los
malos hasta atraparlos porque ellos sí tienen un plan que ejecutan con
seriedad.
Lo anterior era en esencia la base del cuento de navidad que pensaba
escribir para que nadie leyera hasta que, más obligado que a gusto, fui a una
de las reuniones de más de seis personas permitidas por la comunidad donde hago
vecindad. Allí escuché una historia hermosa, trillada y tremendamente ajena a
la realidad, pero con un mensaje importante para los no creyentes y que
justifica porque Dios nos tiene al margen o al menos ha dejado de entendernos
desde que su unigénito vino al mundo, se fue, regresó, se volvió a ir y
entiendo que no tiene planes de vuelta como adulto hasta el juicio final.
El relato se comprime hasta ajustar el tránsito de los hechos desde la
adoración del Rey Sol, la lectura con pelos y señales del árbol genealógico de
la Casa de David, hasta el nacimiento de El Salvador del vientre de una dama
Virgen que no fue repudiada en un lugar perdido del mundo y rodeado de
pobreza.
El creador del cielo y la tierra, quien había intentado de todo para
formarnos y ante la disyuntiva de seguir destruyendo pueblos y castigando a
diestra y siniestra a sus seres consentidos, decidió mandar a la tierra,
buscando entendernos luego del desliz del voto de confianza entregado con el
libre albedrío, a su hijo que era él mismo (supongo que una parte de) y lo hizo
y allí está el meollo, cómo primogénito de María.
Ese niño quien partió la historia en un antes y después, fue autor del
primer discurso político, humano y esperanzador usando una figura literaria de
repetición que hizo digerible el contenido por su fácil recordación, cuyo punto
de partida, luego de ver a las multitudes y subir al monte, creo recordar fue
¨bienaventurados los pobres¨ y de allí sálvense todos los miserables, parias y
poca cosa, grupo por cierto al que pertenezco con honores de guerra.
El detalle que revela la ausencia de respuesta ante nuestras plegarias
es que cada 25 de diciembre nace El Mesías, pero al llegar tiene todas las
carencias que lo ubican como uno de nosotros y por ello lo hace con el mensaje
anulado porque no puede hablar al no saber cómo hacerlo.
Con todas las respuestas en su cabeza para hacernos mejores personas
está condenado a aprender a expresarse y cuando está a punto de balbucear algo
maravilloso y liberador, debe desaparecer de la mano de nosotros, por nosotros
y para nosotros, sin poder continuar el camino que lleva a la madurez para renacer
en navidad como parte de un bucle que se repetirá hasta que ordenemos la casa.
Por vida de Dios, ya es tiempo de dejarle vivir para atenderlo de otra
manera, permitir que desarrolle su mensaje y adquiera actualidad, hacerlo
norma de vida, aunque no seamos creyentes porque como dijo un amigo la
respuesta no está en idolatrar, flagelarnos y ser parte de una ceremonia
antiquísima que insiste en ¨haced esto en conmemoración mía¨ derogando su
pedagogía, debemos actuar como si creyésemos y así, al conversar con el
silencio, seguir celebrando el cumpleaños más importante del mundo occidental y
escuchar lo que tiene atragantado hace un par de milenios el niño
Jesús.
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