La plaga me ha reducido a ser un adulto
mayor con restricciones de movilidad y alejamiento social, es decir, un viejo
que no puede ir al bar a beberse una caña y ver el fútbol mientras hablo
tonterías. Para aplacar a los demonios que me dieron alcance, intento remediar
mi abatimiento proyectando sobre mi presbicia algo de nitidez. El confinamiento
tiene entre otras complejidades dos vertientes que me afectan más, cuyo símil matemático
en su visualización serían el perímetro de la mente y su área. En el perímetro palpita, sin solución de
continuidad, la obligatoria interacción con mis compañeras de celda, que son
tan buenas y pacientes que permiten disfrutar la libertad en espacio reducido y
además promueven el contacto vía medios electrónicos con otras personas que me
importan para transmitirles un mensaje de aliento, amarrando la certeza a lo
etéreo de un final que a su vez será el principio de algo mejor. En otras
palabras, al salir de esto, seguramente lo haremos siendo mejores en un
ambiente que por efecto será más amable porque dejaremos de lado conductas que
destruyen nuestro planeta. Como se puede observar la simpleza permite tener
relativamente atados los lados que forman el perímetro al verse reforzados sus
vértices con el efecto que da la inconsistencia y/o alternancia de sucesos
adversos y benditos. Ahora bien, la situación se complica cuando me sumerjo por
aproximadamente cuatro minutos cada vez, varias veces al día, en el área de mi
mente porque allí lo que hago es dar patadas a los recuerdos dejándome sin fuerzas,
con los sentidos anulados y a las puertas de dejar de vivir por miedo, corrijo,
me dejaban sin aliento, porque ahora cuando lo hago navego junto a mis antepasados
y amigos, unos con vida y otros no y al
hacerlo vacían en mí, además de amor convertido en oxígeno, algunas instrucciones
que al inicio de la jornada siguiente intento que también lo sean para mis
compañeras de confinamiento. La mejoría comenzó el día once de encierro durante
el intervalo de veintitrés segundos consumidos entre el volver de comprar el
pan hasta el someterme al rocío del líquido limpia vidrios (que según dicen reduce
el tiempo de vida del virus en los zapatos a unos pocos minutos después del
descalzado) cuando me dio por pensar que dejar de vivir y morir no eran
sinónimos, siendo que en la práctica efectivamente no lo son. Desde esa
coordenada se asoma una difusa reflexión, mientras esté con vida pierdo el
derecho a quejarme si aún puedo ir al baño sin ayuda. Cada día, un par de conocidos se suman a la
tertulia solo para saludar y así hacerme saber que ya no están. No es bueno saber que mis amigos han muerto cuando
vienen a visitarme en la angustia de mi área, pero lo acepto con gusto a la
otra alternativa, imaginarlos depositados sobre una pista de patinaje sobre
hielo. Rodeado
por los espíritus de mis pares y nones pasamos el rato hablando de dolores y la
certeza que siempre van a estar allí, aún después de muertos. Por falta de
aminoácidos el cuello ya no gira como antes, por eso entre mi abuelita y sus
buñuelos de yuca bañados en miel y mi madre con su biscocho batido a mano, recibía
la derivación acústica romboidal de escucharlas en el punto de corte sin
ponderar sus afectos, pero eso sí, apreciándolos. No hay duda que con los años
la mente se vuelve obesa, lenta, falta de azúcar y allí puede estar la
explicación a la demencia que no siempre es mala si persiste una esfera donde
se refugie la memoria. Pensé que con la
edad la vida se simplificaba en su ejecución y se complicaba en movilidad, pero
no, ahora tengo tiempo para revisarme y por ende pude notar que mis huesos han
empezado a buscar salida atravesando los poros, por eso ahora tengo que retirar
a diario una capa de calcio que se posa sobre mis pecas. En el área bromeamos comentando que gracias a la cantidad
de viejos caídos en combate al fin se hará viable la cuadratura del sistema de
pensiones. Sin conexión con el sentimiento de
ausencia al extrañar a los míos me provoca llamar a mi hermana y sacarla un
poco más de sus casillas recriminándole la desaparición de una moneda que fue
mi isla del tesoro, buscando evitar que se ahogue en la deuda que no se puede
pagar, la muerte de alguien a quien amamos y odiamos simétricamente y que por
vida de Dios está bajo nuestro cuidado. Perder la razón por vejez tiene la ventaja que gracias
a su ausencia todo se vuelve realidad, por eso tengo mayor interés en hablar
con los perros que elevar una plegaria. En un mundo que
va para peor sin si quiera poder proyectar las coordenadas de la figura que
resultará tras el paso de la pandemia, sin duda el instinto da por inferir que no
irá bien para el desecho que somos los viejos, más cuando estamos entrando en
la última curva de la elipse que nos sirve de hipódromo. Lamento concluir, pero debo dejarlos porque a los 8 salgo a aplaudir a
quienes nos atienden las fallas de salud, que no puedo llamarles sanitarios
porque así se conocen en mi pueblo a los baños de los tugurios.