Después de despedir a nuestros entristecidos perros, dejándolos al cuidado de Chachi, quienes intuían desde hace días que había un viaje en puertas, me dejaba vencer por la tentación de llenar un termo de buen café antes de tomar camino, sabiendo que por efecto de su ingesta mientras conducía, la primera parada debía hacerla unos kilómetros antes de la planificada únicamente para vaciar aguas menores.
Viajar hacia el oriente a
primeras horas del día nos sumerge en el verdor de la cordillera central bañada
de luz solar que se cuela entre túneles vegetales. La temperatura aumenta
a medida que bajamos; la ciudad donde se origina el viaje está en medio de un
valle a una altura aproximada de 1.000 metros sobre el nivel del mar y el lugar
donde haremos la conexión con el ferry se encuentra a un par de centenas de
kilómetros y como dicta la lógica no es necesario comentar que se encuentra a
nivel del mar. El recorrido atraviesa parte del distrito federal, para luego
internarnos en una comunidad bulliciosa, con alta concentración de población que
forma un cinturón de miseria mientras más cerca está de la capital, hasta
llevarnos de paseo por pueblos de artesanos que se resisten a ser solo
estadística de pobreza.
La costa en ese territorio
es más bien turbulenta, de arena gruesa y agua tibia, surcada de edificaciones
cuyo abandono progresivo permite determinar, aunque seamos incapaces de
asimilarlo, que nuestra debacle tiene tiempo convirtiéndonos en sapos flotando
en agua que cada día gana un par de grados de temperatura. Pero eso, si bien me
importa, no impide disfrutar del olor de mi tierra diversa y tolerante, de los
mangos que pocos recogen, del sonido de aves cuyos cantos se entrecruzan sin
aturdir, de flores salvajes de tal belleza que hacen del arcoíris una pobre versión
de la paleta de acuarelas y de bodegas que mueren de mengua por no tener que
vender salvo una buena cerveza fría.
Recorrer la carretera que bordea
el litoral me lleva a una distancia de 38 años vista, cuando siendo muchachos
salíamos de clase los viernes y tomábamos un autobús que nos dejaba en San José
a eso de las 9 de la noche, para, luego de aliviar el hambre, seguir camino
hasta una playa cerca de un club cuyo vigilante nos dejaba usar el baño, único
requisito para hacer campamento cerca de su fachada exterior. Siguiendo en el
presente probable y estando ya en la segunda parada planeada, estirábamos las
piernas, comprábamos zumos y un par de envases de queso cuyo nombre tiene
origen en la conjunción de otros dos, Guayana y mano, para luego disfrutar
dentro del coche, con el aire acondicionado a todo dar, un pastel de carne que
cada vez quedaba mejor.
No entiendo porque no llegaba
a procesar que la entrada a la ciudad que convive con la que cobija al puerto
del ferry no era sinónimo de haber llegado. Al entrar bajaba la velocidad hasta
que el tráfico y el despertar de la memoria me hacía caer en cuenta que si no
me daba prisa no sería posible abordar el barco. Gracias al cielo al final lográbamos
salvar la tercera etapa del viaje que nos permitía navegar la distancia hasta
la isla, en un tiempo aproximado de cuatro horas.
El trayecto tiene su
encanto, navegar por aguas tranquilas y azules permite meditar entre delfines
con la esperanza de avistar algo que ya es historia, nuestros imponentes
cachalotes que el tráfico de barcos con seguridad alejó. Como estamos en tiempo
de reacondicionamiento ambiental gracias a confinamientos masivos, espero que
los gigantes vuelvan a sus aguas.
Renuncié a beberme un par de frías en el ferry porque la realidad no juega en favor de quienes comienzan, siguen y la reseca toma el control antes de llegar a puerto, por lo que, siguiendo a la madurez de espíritu, que en mi caso siempre combate con la razón, decidí, como parte de una tradición, aguantar las ganas hasta llegar al bar del pueblo cerca de la casa, que más que un bar era un local en ruinas dominado por una nevera modelo sesenta, con apariencia de ser de acero, doble compuerta, donde las cervezas se conservaban como culos de foca y lo único desagradable del trámite era si las servía el encargado que vendía de todo tras el refrigerador por lo que para evitar el disgusto las sacaba yo.
La primera se evaporaba en
mi garganta y la segunda la disfrutaba en el vehículo ante la mirada de mi
esposa que ni condenaba ni transigía. Los últimos kilómetros del viaje eran un
suplicio; aunque me lo aseguraban muchas veces, siempre imaginaba que al llegar
el aire acondicionado en la casa no funcionaba y pasaríamos doce días entre calor
y mosquitos sin hablar de cristo. Por supuesto el aire funcionaba y sin saber cómo
porque la mente se ocupaba de acelerar los hechos hasta hacernos flotar en la
piscina, cerrábamos la jornada con la satisfacción de haber llegado a salvo.
Recuerdo que algunas veces
nos acompañaban familiares que intentaban romper la felicidad por la forma loca
cómo aseguramos que la vida nos adeuda, pero todo se salvaba al llegar a la
playa, disfrutar de la mejor costa del mundo, beber whiskey escoses con agua de
coco, mientras la señora que mejor las hace se dedicaba a freírnos docenas de
empanadas rellenas de cazón y ají dulce.
Allí es donde quiero
retirarme, y pasar un verano eterno. Difícil la posibilidad de hacerlo, pues
si, ahora estamos ante lides enredadas, pero para tener futuro debemos procurar
el rescate de nuestra tierra e intentar ser lo que nunca hemos logrado,
personas benditas y agradecidas, dueñas del paraíso y responsables de la
complejidad de gestionarlo.
Para cerrar, comento que la
cumbre del viaje era lograr al regreso explicarles a nuestros perros las
razones de nuestra ausencia, porque entendían que era abandono, por tanto,
espero volver pronto para que sepan que no ha sido así.