Para muchos, el del 20 fue un verano para el olvido. Nos agarró con el pie cambiado y con ganas de salir a la calle sin importar que al hacerlo sembrábamos la muerte de quienes, por razones de edad, no merecían terminar sus días sin aire. El mejor verano es el actual o por razones de memoria el anterior y de este último haré una referencia distópica.
El año pasado además del calor, la
calle estaba saturada de rostros a medio camino intentando aprovechar las horas
de libertad guardando distancia. Se suspendieron los abrazos, los besos
quedaron al vuelo bloqueados por, en su mayoría, una capa azul que nos esparcía
el acné y nos llevaba a respirar nuestras miserias reciclando el gas atrapado
en tela sintética.
Fuimos amables y comenzamos a
extrañar a quienes nos tenían hartos al combinar nuestras manías con sus mañas porque en
justicia y por historia los
apreciamos. Quedé maravillado por la sublime belleza de la mirada femenina.
Las orejas se transformaron en
alcayatas de una hamaca que se hizo obligatoria con tardanza. Los malos
aprovecharon el tiempo para burlar la justicia, pero espero que el tiempo del
señor sea perfecto. Los moralistas se excedían, la Iglesia guardó prudente
distancia doctrinaria para acoger a las víctimas, la ayuda mutua tomó el
control de las horas de salida mientras nuestros representantes hicieron de la
deriva un modo de hacer política.
Según reportes del norte, se
adelantó varias horas disfrutar de la primera fría y siempre en casa y el mundo
comenzó a sanar porque nos vimos forzados a darle una tregua. Disminuyó la
revisión ideológica del pensamiento. Las aguas y el cielo se hicieron visibles,
el ruido de las chicharras ya no combatía a las máquinas y el andar se
transformó en una experiencia liberadora, más si se tenían mascotas.
La ciencia se abocó a inventar,
aunque el despistaje del virus se impuso más que la cura. No miramos por los
viejos, los discapacitados y no elaboramos protocolos para quienes deben usar
lentes (basta de llamarles gafas porque a las damas ni con el pétalo de una
rosa), pero el mundo respiró mientras nos ahogábamos.
Perdimos la amistad de quienes
debíamos perderla, el miedo nos hizo lo que somos, seres desvalidos que únicamente
sobreviven arrasando el entorno. Los mares y sus habitantes dejaron de ser
atacados, nos embarcamos en proyectos comprometidos, pensamos en otra economía,
dejamos de construir mamotretos y los gobiernos fallidos acomodaron sus piezas
para impedir hacer lo que deben aparentando cuidarnos. Se dibujaron trazos de
una economía solidaria, el nuevo diluvio universal sentó las veces para
mirarnos como iguales y debo reconocer que me convencí que la meta luego del
verano, del otoño y de los tiempos que vendrán era la construcción de un
entorno amable para todos los seres que convivimos por estos bares, obligándonos
a ser mejores sin intentar el atajo que centraría el esfuerzo en conseguir
estar como antes del confinamiento.
La piedra sigue sin cambiar de
lugar y todos en fila esperamos tropezar con ella por sopotocienta vez, como si
de un imán se tratara. Entre dos opciones no excluyentes y salvables
racionalmente (mejorar y cambiar) ejercimos nuestro derecho a no elegir
ninguna. No había manera de precisar que bajaríamos la guardia cuando el bicho
sigue su progresión de alfabeto griego. Por eso, por haber perdido la
oportunidad pensando que se podía, pero rodeado de esperanza que duró más de
noventa días, el verano anterior fue el mejor de mi vida.