El cuento del autobús (con los santos no se juega):
Pensé que la experiencia había quedado en el ayer.
Que solo fue un día extraño en donde el año pasado atendí a una convocatoria que pretendía explicar un cambio de políticas en cuanto al tratamiento que hace el poder ejecutivo a los entes de ejecución, en el marco de la ley que atiende al sistema microfinanciero.
Fue una charla en el INCE en donde la pluralidad y la convivencia tenían cabida, en donde me sentí privilegiado con lo poco que tengo y en donde pude observar con admiración el esfuerzo que hace el colectivo para que de forma solidaria, los que menos tienen se transforman por efecto de la cooperación en dueños de la esperanza.
Y ¿porque traigo a colación el episodio?
Puedo responder que para honrar a quienes creen en el proyecto bolivariano de manera desinteresada, que ponen lo escaso que poseen para proteger al proceso que les dio presencia en una sociedad negada a reconocerlos.
Pero aunque suscribo lo anterior, el recuerdo del episodio, arrancado de la realidad por artífices de la manipulación de las emociones, viene a mi memoria por la explicación que una preparadora, apasionada hasta el delirio, daba a los presentes sobre lo que en sentido estricto (con soporte audiovisual incluido) define al proceso revolucionario.
Y no es otra cosa que el autobús.
Pensaba dejarlo así. Utilizar lo vivido para sacarlo a colación en el espacio de tiempo que cede una partida de domino, o presentarlo como anécdota que al ser escuchada por radicales de cualquier bando provocaría alaridos histéricos que no aportan nada a nuestro caminar.
Todo esto hasta que volví a escuchar la tesis del autobús, minutos antes de encontrarme con el sujeto, que para proteger su identidad llamaré Víctor, a las once de la mañana, en la línea cuatro del metro (que por cierto, le faltan detalles para considerarla terminada o susceptible de inauguración).
El problema no es referir el incidente sin tapujos, o hacerlo minimizando a los protagonistas de la historia hasta convertirlos en tarados políticos, el detalle está en que la reflexión obligatoriamente me lleva a alertar sobre el peligro del mensaje irrespetuoso que se mercadea de manera agresiva (con recursos financieros ilimitados) para que llegue a los pobres de este país, que son que jode o que somos todos.
La tesis habla que la revolución es un autobús, que en algún momento te recogerá, que en el futuro se construirán las paradas cerca del lugar en donde sobrevives, que el fulano aparato necesita de combustible que únicamente se obtiene por medio de votos, que en estos momentos viaja a gran velocidad porque el imperio pretender obstaculizar su recorrido y que dicha velocidad impide que se recojan mas pasajeros (reconoce la incapacidad de brindar servicio a todos) porque la revolución no se detiene. Algo así más o menos.
Lo particular es que el cuento suena mejor si se narra como lo hizo la preparadora, imitando el acento de Fidel – con cadencias incluidas- y lo fantástico de todo esto fue la pregunta que pudo formular un sujeto que vivía en un sitio bendito por dios, porque descubrieron que enterrando tubos plásticos sobre el relleno sanitario el barrio tendría acceso a gas para cocinar.
El señor preguntó si la revolución había planificado una parada cerca del lugar donde padece.
La señora contestó que ya el autobús había pasado por allá esmachetado, pero que no perdiera las esperanzas porque era casi seguro que volvería.
A lo que el señor respondió que entonces el proceso no llegaría a ninguna parte.
La cara de la preparadora se volvió de nuevo venezolana y preguntó ¿Por qué?
Y el que supuestamente nada sabe contestó.
- Porque para volver el autobús debe viajar en círculos.
Como estamos ahora, que para llegar a la siguiente parada que permita la atención de 6 millones de personas (meta de votos oficialistas), la llamada revolución, por fuerza, debe ganarle al señor Bush las elecciones en Venezuela.
Respeto señores candidatos, porque repito, cuidado que están jugando con candela.
Pensé que la experiencia había quedado en el ayer.
Que solo fue un día extraño en donde el año pasado atendí a una convocatoria que pretendía explicar un cambio de políticas en cuanto al tratamiento que hace el poder ejecutivo a los entes de ejecución, en el marco de la ley que atiende al sistema microfinanciero.
Fue una charla en el INCE en donde la pluralidad y la convivencia tenían cabida, en donde me sentí privilegiado con lo poco que tengo y en donde pude observar con admiración el esfuerzo que hace el colectivo para que de forma solidaria, los que menos tienen se transforman por efecto de la cooperación en dueños de la esperanza.
Y ¿porque traigo a colación el episodio?
Puedo responder que para honrar a quienes creen en el proyecto bolivariano de manera desinteresada, que ponen lo escaso que poseen para proteger al proceso que les dio presencia en una sociedad negada a reconocerlos.
Pero aunque suscribo lo anterior, el recuerdo del episodio, arrancado de la realidad por artífices de la manipulación de las emociones, viene a mi memoria por la explicación que una preparadora, apasionada hasta el delirio, daba a los presentes sobre lo que en sentido estricto (con soporte audiovisual incluido) define al proceso revolucionario.
Y no es otra cosa que el autobús.
Pensaba dejarlo así. Utilizar lo vivido para sacarlo a colación en el espacio de tiempo que cede una partida de domino, o presentarlo como anécdota que al ser escuchada por radicales de cualquier bando provocaría alaridos histéricos que no aportan nada a nuestro caminar.
Todo esto hasta que volví a escuchar la tesis del autobús, minutos antes de encontrarme con el sujeto, que para proteger su identidad llamaré Víctor, a las once de la mañana, en la línea cuatro del metro (que por cierto, le faltan detalles para considerarla terminada o susceptible de inauguración).
El problema no es referir el incidente sin tapujos, o hacerlo minimizando a los protagonistas de la historia hasta convertirlos en tarados políticos, el detalle está en que la reflexión obligatoriamente me lleva a alertar sobre el peligro del mensaje irrespetuoso que se mercadea de manera agresiva (con recursos financieros ilimitados) para que llegue a los pobres de este país, que son que jode o que somos todos.
La tesis habla que la revolución es un autobús, que en algún momento te recogerá, que en el futuro se construirán las paradas cerca del lugar en donde sobrevives, que el fulano aparato necesita de combustible que únicamente se obtiene por medio de votos, que en estos momentos viaja a gran velocidad porque el imperio pretender obstaculizar su recorrido y que dicha velocidad impide que se recojan mas pasajeros (reconoce la incapacidad de brindar servicio a todos) porque la revolución no se detiene. Algo así más o menos.
Lo particular es que el cuento suena mejor si se narra como lo hizo la preparadora, imitando el acento de Fidel – con cadencias incluidas- y lo fantástico de todo esto fue la pregunta que pudo formular un sujeto que vivía en un sitio bendito por dios, porque descubrieron que enterrando tubos plásticos sobre el relleno sanitario el barrio tendría acceso a gas para cocinar.
El señor preguntó si la revolución había planificado una parada cerca del lugar donde padece.
La señora contestó que ya el autobús había pasado por allá esmachetado, pero que no perdiera las esperanzas porque era casi seguro que volvería.
A lo que el señor respondió que entonces el proceso no llegaría a ninguna parte.
La cara de la preparadora se volvió de nuevo venezolana y preguntó ¿Por qué?
Y el que supuestamente nada sabe contestó.
- Porque para volver el autobús debe viajar en círculos.
Como estamos ahora, que para llegar a la siguiente parada que permita la atención de 6 millones de personas (meta de votos oficialistas), la llamada revolución, por fuerza, debe ganarle al señor Bush las elecciones en Venezuela.
Respeto señores candidatos, porque repito, cuidado que están jugando con candela.
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