Sunday, July 21, 2019

La frontera y la bicicleta.

No practico ninguna devoción pero luego de lo abajo narrado, además de evitar el estar ahora prisionero y con seguridad torturado, el único objeto que no sufrió corrosión fue la estampa de Vallita que llevo en mi billetera.  
Desde el instante en que recibí la copia del documento de identidad, cuya pretensión de pasar por original no cuajó (la lógica era atender la máxima “deseos no preñan¨), con mi fotografía y los datos de otro individuo sin antecedentes penales, debí hacerle caso a la razón y abortar el intento de pasar la frontera por la Guajira en bicicleta.
De huir, pues convenía hacerlo, múltiples medidas judiciales me ubicaban en el rango de opositor legitimador de capitales y financiador de terrorismo, sentencia de moda que escupen juzgados en mi país hasta para forzar el cobro de una letra de cambio.
Como era un fugitivo a quien todo el mundo buscaba, pero nadie ubicaba, decidí resolver un par de asuntos antes de salir del país, que giraban en torno a despedirme de los míos, asegurarme que un par de ellos también se fueran y dejar firmado un mandato para atender mis miserias terrenales. Como las medidas judiciales que pesaban sobre mi nombre me impedían, en teoría, firmar nada por Notaria, usé el tírame algo (forma coloquial de extorsión), para lograr resolver el detalle documentario.
Por la ausencia de valor de la moneda nacional no se estila pagar con ella, se usa el trueque, principalmente de alimentos, medicinas o favores, que en mi caso y por mi físico los favores nunca serian del tipo sabrosón. Refiero lo anterior como el inicio del cuento que por fuerza y deseo debía situarme a pocos metros de la frontera, para así abordar la bitácora o al menos comenzar la narración cuando mi cuerpo hubiese tomado camino hacia allá.
 El favor que me pidieron para otorgar el fulano papel fue que llevara una bicicleta como acompañante para entregarla al cruzar a quien entiendo la espera con ansias. El no por respuesta duró poco porque el encargo iba cortejado de una faja de billetes verdes que representaban varios miles de salarios mínimos de los de por aquí, sumado a la promesa de transporte sin costo hasta el límite entre territorios hermanados por la historia y enemistados porque así somos y luego, desde los primeros metros del país vecino hasta Riohacha.
La bicicleta, para quienes tengan interés en saberlo, era del tamaño de una yegua de las conocidas como ¨cuarto de milla¨, marca Benotto, modelo 1.976, armadura azul profundo con volante en forma de uve poco curvada que terminaba en los frenos y en su derecha una campanita que se accionaba al presionar un artilugio escupiendo el típico sonido del portugués vendedor de pan casa por casa, recuerdo de días distantes cuando aún en mi tierra encontrábamos gente buena. Del asiento, pues ni hablo porque sería adelantarme a la lesión que me privó de descendencia por su extraño diseño.
Como debo reducir el relato para no exceder lo pautado en las bases,  voy a evitar mencionar al vehículo que me llevó a la frontera y la custodia de tres policías que me secuestraron para luego entregarme a las autoridades, tampoco el describir el mal rato de saber que el documento de identidad casi me lleva directo a la cárcel por su baja calidad, junto al negociado que me dejó sin Dólares después de jurar que no estaba en actividades conspirativas, hasta terminar con mi puesta en libertad de manos de la bicicleta (pude convencer a mis captores que pasarla era cuestión de vida o vida)  hasta el puesto de migración civil (hay varias alcabalas militares, policiales y civiles para poder abandonar el país) que por no tener pasaporte ni dinero, de seguro no iba a poder franquear.
Lo que si merece la pena mencionar es que todos los funcionarios quienes robaron mi dinero tenían la esperanza que las cosas cambien porque la vaina está muy jodida. 
La siguiente escena me ubica con el resto del dinero (los policías no revisaron mi billetera porque sabían por experiencia que los fugitivos usaban la ropa interior y las medias para ocultarlo y eso me salvó), en un atajo, largo y árido, controlado por Guajiros gracias a la protección legal que para nada aplica, pero les da jurisdicción especial sobre parte de los territorios indígenas (patente de corso). 
Debo ser justo, no hay malos ni buenos en esta aventura, somos el producto de un estado de necesidad que no cesa y que obliga a miles de muchachos a dedicar la jornada en obtener (en envases plásticos  de un cuarto de litro) un par de litros de gasolina para alimentar una cadena humana que se extiende por varios kilómetros, cuya única misión es llenar un camión cisterna tan viejo y distante que al verlo su imagen se hace difusa, por allí explican que  el efecto visual se produce por el calor y el vapor del combustible que litro a litro se vacía hasta topar la capacidad del depósito que asemeja el caparazón de una tortuga prehistórica.
El comercio ilícito de combustible, drogas y alimentos, la procesión de miles de hambrientos entre cuyas filas se colean delincuentes de poca y mucha monta hacen de la frontera una zona que sirve de caldo de cultivo de grupos irregulares quienes la siembran de violencia  pero, lo que más impresiona, además de llegar a salvo a tu destino si pactas el paso con los malos, es el control que ejercen niños indígenas (con armas de guerra al hombro) de las cuerdas que cada veinte metros sirven de peaje.
Visto que se acerca el final sin haber dado en el viaje con algún unicornio ni con ningún héroe enmascarado, debo eso si referir la certeza de estar enmantillado al no sufrir tormento. Además de hacerme cargo de haber logrado el tramite quebrando normas aduaneras, le cedo el paso al colorín colorado; la bicicleta llegó hasta los brazos de su dueña y gracias a ella también este servidor.