Sunday, October 18, 2020

Las Marías:

En el interior de la posada la virgen de Covadonga y la virgen de Coromoto se hacen compañía, pero quien ejerce señorío territorial es la segunda. Quizá por eso se llama Hacienda Las Marías, una parranda de hectáreas que son aprovechadas parcialmente para la siembra de café ibérico, cacao del tipo nigeriano y la joya de la corona, unas docenas de matas de cacao tipo Chuao que en tiempos de Pepe Bonaparte hacían las delicias de la corte. 

Para llegar al centro neurálgico, Juan nos recibe en un restaurante germánico donde se disfruta parcialmente la hermosa vista de la única colonia alemana que sobrevive en Latinoamérica donde es bueno visitarla para comer salchichas a la parrilla, codillo al horno y de postre fresas con crema o selva negra. Desde allí, medio abrigados, pasados por el aseo y listos para la segunda parte del viaje, nos encaramamos en un furgón de doble tracción para embarcarnos hacia el monumento Codazzi y de allí comenzar el tránsito de bajadas hacia el imperio de Juan y Vive. Y se preguntarán, cómo puede evadirse la inseguridad y la violencia a metros de donde se generan, pues, sorteando caminos mal asfaltados hasta llegar a una carretera de tierra donde se debe transitar a poca velocidad y a Dios rogando. Los delincuentes nos dejan pasar gracias al salvoconducto de hecho extendido al simpático asturiano quien hace labor social en los pequeños caseríos que se encuentran dentro de los límites de su propiedad, entendiendo que la licencia se renueva trimestralmente manteniendo la promesa, que seguro cumplirá cuando lleguen tiempos mejores, de reconstruir la escuelita, dotarla de internet y mejorar las instalaciones del puesto policial. 

La posada ubicada estratégicamente como si se tratase de un ojo nadando dentro de un triángulo, nos recibe con un portón antiquísimo sobre cuyo soportal de cemento tratado a mano ondean hermanadas la bandera de mi pueblo, la de Asturias y la de España. Juan lo explica muy bien, es venezolano de España, nacido en Asturias y a mucha honra. Al ingresar vemos como la locura de los emprendedores no tiene límite y más cuando se proyectan iniciativas imposibles de cumplir en un siglo, pero cada paso en el camino deja huella que habla bien del buen gusto y la tenacidad de sus dueños. 

Hablar de las habitaciones, las estancias, el zaguán, la zona especialmente situada para cocinar a la brasa, las neveras colocadas equidistantes para que entre ellas las cervezas heladas que reposan en sus entrañas no estén separadas por una distancia superior a once metros, de eso, claro, para el huésped es alucinante, una especie de palacete indiano en la mitad de ninguna parte. A mi me llamó la atención el ingenio que permite surtir de electricidad a la casa por medios hidroeléctricos, una máquina de principios del siglo XX que permite a su vez alimentar con energía a un artefacto de secado de café de la misma época que nos llena de orgullo al dejar constancia que alguna vez por estos bares fuimos gente. 

La posada está custodiada por agua, riachuelos que bajan de la montaña trayendo entre sus cauces agua pura y fría colmando el ambiente de un arrullo permanente que nos hace olvidar que a menos de 5 kilómetros, escondidas entre matorrales y mal dotadas, se encuentran varias casuchas que sirven para esconder a secuestrados. 

A las 6 de la mañana del siguiente día me espera un café colado y con peque salgo a recorrer los linderos del parador empezando por cruzar un pequeño arroyo que da entrada a una serie de mesetas conectadas en zetas hasta llegar a la cumbre. Cuando mi compañera estaba más pequeña y me preguntaba por el nombre de las plantas que nos encontrábamos en el camino le comentaba que eran una sucesión interminable de cafetos, cacaos, bucares y otros nombres que inventaba siguiendo la pauta de medicamentos que terminaban en x, así habían oxirix, safex y andyx, que seguramente no daban frutos por ser inventados. Al llegar a la cumbre podíamos observar el vasto imperio que era regentando desde la posada y sin duda era un paisaje que llama a volver. Luego de verificar que la manguera para llevar agua a los sembradíos había sido de nuevo cortada por los invasores habituales, comenzábamos el descenso de flores desde un terreno que fue aplanado para servir de helipuerto. El agua nos guiaba hasta las escaleras que daban a la parte de atrás de la cocina donde me esperaba más café para luego dirigirme hasta la oficina del dueño colmada de fotos que dejan constancia de su gloria deportiva, Juan aún después de 30 años sigue siendo el máximo goleador de la categoría que está un paso atrás de la segunda B. 

El verdor de la zona es tan intenso que duele, el aroma de café, cacao, leña de cafeto ardiendo acompañan nuestros baños en el rio para luego de estar cerca de morir por hipotermia, ingresar en el complejo y seguir disfrutando de una piscina colmada de atenciones de tan hermoso matrimonio. Yo llamaba a la hacienda el paraíso de las despedidas. Allí pasaron sus últimos días en el país él Le y el borrachito con sus familias y allí también, sin saberlo, aunque Juan lo presentía, me despedí de mi tierra expulsado por la maldad, que ahora hace vida en la cabeza del loquito de Aíren con quien ya no hay forma de mantener sociedad. Espero con ansias que el destino comience a girar contrario a las agujas del reloj y así volver a las Marías estrenando su nueva razón social, la Hacienda del regreso.

Friday, August 07, 2020

Verano oriental:

Después de despedir a nuestros entristecidos perros, dejándolos al cuidado de Chachi, quienes intuían desde hace días que había un viaje en puertas, me dejaba vencer por la tentación de llenar un termo de buen café antes de tomar camino, sabiendo que por efecto de su ingesta mientras conducía, la primera parada debía hacerla unos kilómetros antes de la planificada únicamente para vaciar aguas menores.

Viajar hacia el oriente a primeras horas del día nos sumerge en el verdor de la cordillera central bañada de luz solar que se cuela entre túneles vegetales.  La temperatura aumenta a medida que bajamos; la ciudad donde se origina el viaje está en medio de un valle a una altura aproximada de 1.000 metros sobre el nivel del mar y el lugar donde haremos la conexión con el ferry se encuentra a un par de centenas de kilómetros y como dicta la lógica no es necesario comentar que se encuentra a nivel del mar. El recorrido atraviesa parte del distrito federal, para luego internarnos en una comunidad bulliciosa, con alta concentración de población que forma un cinturón de miseria mientras más cerca está de la capital, hasta llevarnos de paseo por pueblos de artesanos que se resisten a ser solo estadística de pobreza.   

La costa en ese territorio es más bien turbulenta, de arena gruesa y agua tibia, surcada de edificaciones cuyo abandono progresivo permite determinar, aunque seamos incapaces de asimilarlo, que nuestra debacle tiene tiempo convirtiéndonos en sapos flotando en agua que cada día gana un par de grados de temperatura. Pero eso, si bien me importa, no impide disfrutar del olor de mi tierra diversa y tolerante, de los mangos que pocos recogen, del sonido de aves cuyos cantos se entrecruzan sin aturdir, de flores salvajes de tal belleza que hacen del arcoíris una pobre versión de la paleta de acuarelas y de bodegas que mueren de mengua por no tener que vender salvo una buena cerveza fría.

Recorrer la carretera que bordea el litoral me lleva a una distancia de 38 años vista, cuando siendo muchachos salíamos de clase los viernes y tomábamos un autobús que nos dejaba en San José a eso de las 9 de la noche, para, luego de aliviar el hambre, seguir camino hasta una playa cerca de un club cuyo vigilante nos dejaba usar el baño, único requisito para hacer campamento cerca de su fachada exterior. Siguiendo en el presente probable y estando ya en la segunda parada planeada, estirábamos las piernas, comprábamos zumos y un par de envases de queso cuyo nombre tiene origen en la conjunción de otros dos, Guayana y mano, para luego disfrutar dentro del coche, con el aire acondicionado a todo dar, un pastel de carne que cada vez quedaba mejor.

No entiendo porque no llegaba a procesar que la entrada a la ciudad que convive con la que cobija al puerto del ferry no era sinónimo de haber llegado. Al entrar bajaba la velocidad hasta que el tráfico y el despertar de la memoria me hacía caer en cuenta que si no me daba prisa no sería posible abordar el barco. Gracias al cielo al final lográbamos salvar la tercera etapa del viaje que nos permitía navegar la distancia hasta la isla, en un tiempo aproximado de cuatro horas.

El trayecto tiene su encanto, navegar por aguas tranquilas y azules permite meditar entre delfines con la esperanza de avistar algo que ya es historia, nuestros imponentes cachalotes que el tráfico de barcos con seguridad alejó. Como estamos en tiempo de reacondicionamiento ambiental gracias a confinamientos masivos, espero que los gigantes vuelvan a sus aguas.

Renuncié a beberme un par de frías en el ferry porque la realidad no juega en favor de quienes comienzan, siguen y la reseca toma el control antes de llegar a puerto, por lo que, siguiendo a la madurez de espíritu, que en mi caso siempre combate con la razón, decidí, como parte de una tradición,  aguantar las ganas hasta llegar al bar del pueblo cerca de la casa, que más que un bar era un local en ruinas dominado por  una nevera modelo sesenta, con apariencia de ser de acero, doble compuerta, donde las cervezas se conservaban como culos de foca y lo único desagradable del trámite era si las servía el encargado que vendía de todo tras el refrigerador por lo que para evitar el disgusto las sacaba yo.

La primera se evaporaba en mi garganta y la segunda la disfrutaba en el vehículo ante la mirada de mi esposa que ni condenaba ni transigía. Los últimos kilómetros del viaje eran un suplicio; aunque me lo aseguraban muchas veces, siempre imaginaba que al llegar el aire acondicionado en la casa no funcionaba y pasaríamos doce días entre calor y mosquitos sin hablar de cristo. Por supuesto el aire funcionaba y sin saber cómo porque la mente se ocupaba de acelerar los hechos hasta hacernos flotar en la piscina, cerrábamos la jornada con la satisfacción de haber llegado a salvo.

Recuerdo que algunas veces nos acompañaban familiares que intentaban romper la felicidad por la forma loca cómo aseguramos que la vida nos adeuda, pero todo se salvaba al llegar a la playa, disfrutar de la mejor costa del mundo, beber whiskey escoses con agua de coco, mientras la señora que mejor las hace se dedicaba a freírnos docenas de empanadas rellenas de cazón y ají dulce.

Allí es donde quiero retirarme, y pasar un verano eterno. Difícil la posibilidad de hacerlo, pues si, ahora estamos ante lides enredadas, pero para tener futuro debemos procurar el rescate de nuestra tierra e intentar ser lo que nunca hemos logrado, personas benditas y agradecidas, dueñas del paraíso y responsables de la complejidad de gestionarlo.

Para cerrar, comento que la cumbre del viaje era lograr al regreso explicarles a nuestros perros las razones de nuestra ausencia, porque entendían que era abandono, por tanto, espero volver pronto para que sepan que no ha sido así. 

Saturday, May 09, 2020

Algo de geometría tiene la vejez


La plaga me ha reducido a ser un adulto mayor con restricciones de movilidad y alejamiento social, es decir, un viejo que no puede ir al bar a beberse una caña y ver el fútbol mientras hablo tonterías. Para aplacar a los demonios que me dieron alcance, intento remediar mi abatimiento proyectando sobre mi presbicia algo de nitidez. El confinamiento tiene entre otras complejidades dos vertientes que me afectan más, cuyo símil matemático en su visualización serían el perímetro de la mente y su área.  En el perímetro palpita, sin solución de continuidad, la obligatoria interacción con mis compañeras de celda, que son tan buenas y pacientes que permiten disfrutar la libertad en espacio reducido y además promueven el contacto vía medios electrónicos con otras personas que me importan para transmitirles un mensaje de aliento, amarrando la certeza a lo etéreo de un final que a su vez será el principio de algo mejor. En otras palabras, al salir de esto, seguramente lo haremos siendo mejores en un ambiente que por efecto será más amable porque dejaremos de lado conductas que destruyen nuestro planeta. Como se puede observar la simpleza permite tener relativamente atados los lados que forman el perímetro al verse reforzados sus vértices con el efecto que da la inconsistencia y/o alternancia de sucesos adversos y benditos. Ahora bien, la situación se complica cuando me sumerjo por aproximadamente cuatro minutos cada vez, varias veces al día, en el área de mi mente porque allí lo que hago es dar patadas a los recuerdos dejándome sin fuerzas, con los sentidos anulados y a las puertas de dejar de vivir por miedo, corrijo, me dejaban sin aliento, porque ahora cuando lo hago navego junto a mis antepasados y amigos, unos con vida y otros no  y al hacerlo vacían en mí, además de amor convertido en oxígeno, algunas instrucciones que al inicio de la jornada siguiente intento que también lo sean para mis compañeras de confinamiento. La mejoría comenzó el día once de encierro durante el intervalo de veintitrés segundos consumidos entre el volver de comprar el pan hasta el someterme al rocío del líquido limpia vidrios (que según dicen reduce el tiempo de vida del virus en los zapatos a unos pocos minutos después del descalzado) cuando me dio por pensar que dejar de vivir y morir no eran sinónimos, siendo que en la práctica efectivamente no lo son. Desde esa coordenada se asoma una difusa reflexión, mientras esté con vida pierdo el derecho a quejarme si aún puedo ir al baño sin ayuda. Cada día, un par de conocidos se suman a la tertulia solo para saludar y así hacerme saber que ya no están.  No es bueno saber que mis amigos han muerto cuando vienen a visitarme en la angustia de mi área, pero lo acepto con gusto a la otra alternativa, imaginarlos depositados sobre una pista de patinaje sobre hielo. Rodeado por los espíritus de mis pares y nones pasamos el rato hablando de dolores y la certeza que siempre van a estar allí, aún después de muertos. Por falta de aminoácidos el cuello ya no gira como antes, por eso entre mi abuelita y sus buñuelos de yuca bañados en miel y mi madre con su biscocho batido a mano, recibía la derivación acústica romboidal de escucharlas en el punto de corte sin ponderar sus afectos, pero eso sí, apreciándolos. No hay duda que con los años la mente se vuelve obesa, lenta, falta de azúcar y allí puede estar la explicación a la demencia que no siempre es mala si persiste una esfera donde se refugie la memoria.  Pensé que con la edad la vida se simplificaba en su ejecución y se complicaba en movilidad, pero no, ahora tengo tiempo para revisarme y por ende pude notar que mis huesos han empezado a buscar salida atravesando los poros, por eso ahora tengo que retirar a diario una capa de calcio que se posa sobre mis pecas. En el área bromeamos comentando que gracias a la cantidad de viejos caídos en combate al fin se hará viable la cuadratura del sistema de pensiones.  Sin conexión con el sentimiento de ausencia al extrañar a los míos me provoca llamar a mi hermana y sacarla un poco más de sus casillas recriminándole la desaparición de una moneda que fue mi isla del tesoro, buscando evitar que se ahogue en la deuda que no se puede pagar, la muerte de alguien a quien amamos y odiamos simétricamente y que por vida de Dios está bajo nuestro cuidado. Perder la razón por vejez tiene la ventaja que gracias a su ausencia todo se vuelve realidad, por eso tengo mayor interés en hablar con los perros que elevar una plegaria.  En un mundo que va para peor sin si quiera poder proyectar las coordenadas de la figura que resultará tras el paso de la pandemia, sin duda el instinto da por inferir que no irá bien para el desecho que somos los viejos, más cuando estamos entrando en la última curva de la elipse que nos sirve de hipódromo. Lamento concluir, pero debo dejarlos porque a los 8 salgo a aplaudir a quienes nos atienden las fallas de salud, que no puedo llamarles sanitarios porque así se conocen en mi pueblo a los baños de los tugurios.